Esta nueva generación, en breve lapso de tiempo me atrevo a pronosticar, romperá con todas las imágenes preconcebidas de lo que supuestamente somos los mapuches en Chile; campesinos, servidumbre doméstica, panaderos, feriantes de la Vega, simple tropa en las filas castrenses, ¿cazadores recolectores aún?
Tras el fin de la huelga de hambre mapuche en cinco cárceles chilenas, no son pocas las editoriales y columnistas que han desmenuzado en la prensa los alcances del movimiento carcelario. Y este, que duda cabe, es el principal logró político del prolongado ayuno. Mucho más que las medidas acordadas en Concepción, Angol y Temuco para descomprimir la situación procesal de los comuneros o de las parciales reformas a la Ley Antiterrorista en el Congreso, una de las tantas deudas pendientes de la democracia chilena y que fruto de la huelga comienza tímidamente a ser saldada. Más allá de todo lo anterior, haber reposicionado la demanda mapuche en el debate público es un logro político de marca mayor. Y el mérito, sobretodo, corresponde a los huelguistas, sus familias y comunidades. Ahora, que dicho debate apunte al trasfondo histórico, político y porque no agregar, “ciudadano” y “democrático” de la lucha mapuche actual, seguirá siendo por lo pronto materia pendiente. Un punto a tratar en el próximo petitorio de demandas, podríamos señalar. Y es que una cosa es posicionar un debate en la arena pública y otra, muy distinta, que dicho debate deje de ser una caricatura en si mismo. O un mal chiste, a propósito de las últimas declaraciones en LUN del Premio Nacional de Historia, Sergio Villalobos, calificando la lucha de los mapuches como “disparate” y “reivindicación populachera”.
Y precisamente caricaturas y chistes fomes -como los del senil historiador- son la tónica a la hora de los balances de la huelga en los medios chilenos. Los “mapuches buenos”, los “mapuches malos”; el “liderazgo violento” y el “liderazgo tranquilo”…. Pero a ratos alguien le achunta. El puntapié inicial lo dio un notable reportaje de Ana María Sanhueza (Que Pasa), retratando la irrupción de una nueva generación mapuche, jóvenes conscientes de sus derechos, orgullosos de su origen y si bien formados en el “conocimiento occidental”, muy pendientes de no olvidar los pasos que transitaron antes sus abuelos. Veinteañeros que cambiaron el arado por los libros (o el Mouse) y muchos de los cuales, en el pasado ayuno, tuvieron su estreno en sociedad. Gonzalo Müller, panelista de “Estado Nacional” y “La Segunda”, los bautizó en el vespertino de la familia Edwards como la “Generación Weichafe” (“Generación de Guerreros”), “jóvenes con una mirada del tema que marca un quiebre frente a las tradicionales demandas de ese pueblo”, sentenció casi horrorizado. ¿Tradicionales demandas de ese pueblo? Para Müller, conceptos como “nación mapuche”, “autonomía” y “autogobierno”, posibles de escuchar hoy en Concepción o Temuco en boca de liceanos y mechones universitarios, no serían parte de las “demandas tradicionales” mapuche. Si lo serían, se desprende de su columna, los programas de asistencia estatal, el fertilizante para las siembras, el ripio para los caminos, el forraje para los animales y las siempre necesarias canastas básicas familiares en una sociedad empobrecida hasta el hartazgo.
¿Sabrá Müller, destacado profesor de la Escuela de Gobierno de la Universidad del Desarrollo, que en los años 30’ uno de los principales líderes mapuches –Manuel Aburto Panguilef- llamaba a instaurar en el sur una “República Indígena” federada al Estado chileno? ¿Sabrá Müller que entre 1925 y 1973, ocho parlamentarios mapuches representaron –muchos de ellos aliados con los conservadores- los intereses de su “raza” en el honorable hemiciclo del Congreso Nacional? ¿Sabrá el profesor Müller que en los años 70’, Alejandro Lipschutz, antropólogo letón y asesor de la UP en asuntos étnicos, abogaba por la creación de un “territorio indígena autónomo” como salida al por entonces ya persistente escenario de conflicto territorial? Lipschutz, que había padecido en carne propia el yugo homogeneizante y uniformador del comunismo soviético en su natal Letonia, se negaba a “campesinizar” –como lo hacia incluso el propio Allende- la lucha de los mapuches. ¿Los herederos de Lautaro simples “campesinos chilenos pobres”? Algo no le cuadraba a Lipschutz en esa afirmación, que convengamos cruzaba –y sigue cruzando- en Chile y sin distinción a toda la clase política. Desde la izquierda a la derecha. Largas conversaciones con lonkos y dirigentes de la época le ayudaron a Lipschutz a ir aproximándose a una respuesta. En eso estaba el destacado intelectual cuando vino el golpe militar. Y aunque Müller ni siquiera lo sospecha, en eso estaban también nuestros abuelos por aquellos días; marcando prudente distancia con la izquierda y sus afanes revolucionarios. Y retomando, no sin dificultades, un camino reivindicativo propio.
Y es que los “nuevos discursos”, los “nuevos relatos”, la “nueva épica” que según Müller pareciera aflorar por generación espontánea en las nuevas camadas de mapuches, poco y nada tienen en verdad de original. Por el contrario, mucho tienen de recuperación de la memoria, de reencuentro generacional con un pasado no tan lejano y con voces incluso familiares que hace 30, 40 o 50 años atrás nos hablaban de un pueblo con historia, con presente y, sobre todo, con un futuro por construir. De ello hablan hoy las nuevas generaciones. De ello y a su modo le están hablando al resto del país. A ratos tímidamente. A ratos alzando la voz. A ratos incluso con contradicciones y de manera confusa. Y es que puede que incluso ni ellos lo sepan, pero en sus palabras renace la voz de sus abuelos. ¿Es aquella una voz que nos remite al pasado, a la “comunidad perdida” retratada por antropólogos y cientistas sociales o a la “reducción rural” idealizada por dirigentes y poetas? En absoluto. La voz mapuche, en el conservador Chile actual, es una voz cargada de modernidad y futuro. Remite, para quien quiera escuchar, a discusiones absolutamente de primer orden en el concierto internacional; multiculturalismo, profundización de la democracia, ciudadanía e interculturalidad, descentralización del poder y nuevas formas de representación social y política, modelos de desarrollo y su impacto sobre el hombre y el planeta, etcétera. Nada de lo anterior habla del pasado. Por el contrario, son voces que en boca de estos jóvenes nos proyectan un paso más hacia el futuro, tanto a mapuches como a chilenos. No verlo es estar ciego.
Esta nueva generación, en breve lapso de tiempo me atrevo a pronosticar, romperá con todas las imágenes preconcebidas de lo que supuestamente somos los mapuches en Chile; campesinos, servidumbre doméstica, panaderos, feriantes de la Vega, simple tropa en las filas castrenses, ¿cazadores recolectores aún? Bueno sería, señores de la clase política e intelectual de este país, prestarles un poco más de atención. No son pocos, habría que advertir desde ya. Se calcula en 2 mil el universo de jóvenes mapuches tan solo en las universidades públicas y privadas de Temuco. Otros cientos pueblan los campus y facultades en Concepción, Valdivia, Osorno y Puerto Montt. Qué decir de Santiago y Valparaíso, ciudades donde se asienta hoy el grueso de nuestra población, la diáspora que poco a poco rompe la timidez y reclama también su lugar en esta historia. Esos miles de mapuches universitarios, sumados a otros miles de jóvenes que en el ámbito de la comunidad rural fortalecen identidad y discurso, unidos a una emergente clase media intelectual y profesional mapuche que a diario conquista simbólicos espacios anteriormente vedados, constituyen una generación de recambio potentísima. El paso de la canasta familiar a la lucha por el poder político. El paso del asistencialismo al reconocimiento y ejercicio pleno de derechos. Constituyen, en definitiva, la bienvenida del Mapuche y el adiós al “mapuchito”.
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